Configuración saludable de subjetividad adolescente. Aprendizaje de habilidades sociales para una convivencia positiva

La formación de las habilidades sociales, tolerancia y aceptación supone un marco de conocimiento que no se limite exclusivamente a las teorías del desarrollo humano. Entonces, para el tratamiento del tema se establece una relación necesaria con la educación sistemática en sus funciones de socializadora, educativa y formativa, como también con la educación asistemática que brinda el hogar, la familia.

La educación no puede quedar escindida de la asistencia subsidiaria de la Psicología del Desarrollo— que informará acerca de los tiempos del ciclo vital en los que un sujeto puede comprender y aprender estas habilidades—; a la vez que tampoco puede disociar la adquisición de estas habilidades de un campo específico como el de la Psicología Moral en tanto se trata con los valores y los límites que un sujeto reclama en estos aprendizajes.

Las disciplinas mencionadas reconocen el fuerte impacto de la cultura sobre las estructuras del pensamiento adolescente en la configuración de subjetividad, la familia y las instituciones educativas se tornan tamices necesarios para la integración de la identidad.

Planteada en estos términos, la cuestión adquiere una relevancia significativa y exige un abordaje epistemológico, un marco en el que las diversas disciplinas implicadas adquieran funcionalidad por la convergencia de sus saberes.

En principio, se hace referencia al marco epistemológico que sustenta esta exposición, para luego construir teóricamente una visión de cada aporte de las ciencias hacia la formación de esas dos habilidades esenciales en una convivencia pacífica.

Epistemología y diversidad

¿El paradigma de la complejidad o el paradigma de la diversidad? Un enfoque integrador de las ciencias.

A fines del siglo XX el desafío del llamado “paradigma de la complejidad” introduce un nuevo modo de ver, enunciar y actuar en todos los órdenes de la vida humana. ¿Qué es la complejidad?

Dice Edgar Morin (1999) que la complejidad es un tejido (complexus: lo que está tejido en conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados: presenta la paradoja de lo uno y de lo múltiple. Al mirar con más atención, complejidad es, efectivamente, el tejido de eventos, interacciones, acciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico.

Morin es el autor de Los siete saberes necesarios para la educación del futuro (1999) y en La cabeza bien puesta. Repensar la reforma. Reformar el pensamiento (1999), en estos textos discute, confronta con el portentoso desarrollo de las ciencias, que ha hecho proliferar los conocimientos sobre el mundo físico, biológico, psicológico, sociológico, siguiendo la tradición empirista y lógica, desconociendo el carácter antroposocial de sus condiciones de producción y el impacto en todas las esferas de la vida humana. Hay un uso degradado de la razón que se traduce en amenazas que surgen del progreso ciego e incontrolado de la ciencia (armas nucleares, manipulación genética, exterminio humano), por este motivo define la necesidad una reorganización del conocimiento, ya que esos errores, ignorancias, cegueras y peligros tienen un carácter común que resulta de un modo mutilante del conocimiento incapaz de reconocer la complejidad de lo real.

La reducción de lo complejo a lo simple, la disyunción entre cultura científica y la cultura de las humanidades, fueron operaciones epistemológicas que pretendían garantizar el rigor y la objetividad del conocimiento, finalmente el resultado ha sido aislar los objetos de sus contextos y la imposibilidad de pensar totalidades.

Morin afirma que en el siglo XXI se deberán enfrentar grandes problemas que requieren nuevos instrumentos en el orden del conocimiento y de la acción, hecho que nos coloca al ser humano  en los umbrales de una mutación de la subjetividad, sin precedentes, que solo puede ser llevada adelante por una educación conciente de los desafíos a enfrentar.

Para Morín el imperativo es enseñar:

1. Los principios de un conocimiento pertinente. La ubicación de los hechos en situación contextual es una exigencia cognitiva que permite al mismo tiempo pensar la parte y el todo, lo singular y lo universal, lo multidimensional y lo complejo. El desarrollo de la inteligencia general es tarea de la educación, permitiendo que la curiosidad, característica natural de la infancia, no sea anulada por la instrucción. Ello no implica el abandono de las partes especializadas de los campos del conocimiento, ni suplir el análisis por la síntesis. Se trata de incluirlos en el contexto de lo global.

2. La condición humana. La educación del futuro deberá ser una enseñanza primera y universal centrada en la condición humana, ¿quiénes somos? es inseparable de un de Dónde estamos, de dónde venimos, a dónde vamos; interrogar nuestra condición humana es interrogar primero nuestra situación en el mundo. Recuperación del sujeto en las múltiples condiciones de su constitución, como ser hiper complejo. La educación debe posibilitar la toma de conciencia de esta condición común a todos los humanos, en sus múltiples facetas, de todos los destinos que le son deparados: el de la especie, el del individuo, el social e histórico.

3. Posibilitar la conciencia de   pertenencia a lo singular y universal a la etnia, la patria, la civilización, la tierra, en la configuración de nuestra identidad.

4. Enfrentar la incertidumbre. Preparar para una plena conciencia de la impredicibilidad del futuro, brindar estrategias para asumir las incertidumbres, el azar, el desorden.

5. La comprensión. Enseñar la comprensión como instancia superadora de los malos entendidos, los celos, las agresividades, que producen estragos en los vínculos subjetivos. Promoción de una apertura subjetiva e interiorización de la tolerancia lo que supone una convicción, una fe, una elección ética y al mismo tiempo la aceptación de la expresión de ideas, convicciones, elecciones contrarias a las nuestras.

6. La ética del género humano. La emergencia de una conciencia de la triple dimensión humana, la autonomía individual, la participación comunitaria y el sentido de pertenencia a la especie humana. La conciencia de una misión antropológica del milenio trabajar para la humanización de la humanidad.

Instalar la enseñanza democrática, el ideal de igualdad, libertad y fraternidad como una afirmación de los derechos humanos, sigue su curso encontrando la vía de una superación constante que supone la reforma del pensamiento, condición necesaria y fin imperativo de la educación del siglo XXI.

A partir de este marco de conocimiento, educar en la tolerancia y en la aceptación surge como una entidad lógica y un postulado indiscutible para construir una cultura de paz.

Ahora bien, ¿cuándo y cómo el psiquismo humano está en condiciones de adquirir estas habilidades?, ¿cuál es el clima que debe propiciar la familia y la escuela para este fin?, ¿qué procesos en el desarrollo humano y moral son necesarios para lograr un afianzamiento de límites y valores?, ¿cómo realiza el adolescente de hoy estos procesos de adquisición de habilidades para la paz?

Estos son algunos de los interrogantes que se busca responder mediante los aportes de la Psicología del Desarrollo y de la Psicología Moral.

Psicología del Desarrollo: definiendo al adolescente de nuestros días.

La adolescencia se nos presenta como un tiempo de efervescencia y desorden afectivo, la adolescencia constituye un tramo clave en la formación de la personalidad ya que se trataría de un momento en el que comienzan a surgir los ideales que impulsarán el resto de la existencia individual. Modificaciones de singular intensidad y profundidad van marcando el proceso adolescente. Las mismas son de diferente índole- anatómicas, fisiológicas, psíquicas- y se van desarrollando dentro de una trama cultural que es la que le provee modelos de identificación.

Teóricos de la Psicología del Desarrollo como Erikson (1985) y sus seguidores señalan la emergencia del yo, de la autoconciencia vital diferenciada, como uno de los fenómenos más característicos de la adolescencia. Al tiempo que consideran que el normal desarrollo de esta conciencia de la propia identidad desemboca en el descubrimiento de la alteridad, de la realidad de esos otros que también pueden decir “yo”, así como de un entorno más amplio que el familiar o escolar: un ámbito que cabe denominar social (Delval, 1994).

El contexto tempo -espacial de los adolescentes está caracterizado en la actualidad por un predominio “invasivo” de nuevas tecnologías que impactan la subjetividad y se erigen imperios del consumo juvenil; estos mandatos establecen la identidad, la forma de mostrarse y de ser mostrados de los adolescentes.

La indeterminación de normas y valores, propia de las instituciones tradicionales equivale a una crisis, pues tanto como la familia y la escuela, huerfaniza a los más jóvenes de una orientación normativa, convirtiéndolos en amorales: “todo vale–nada vale, nada es bueno–nada es malo”.

Este contexto se constituye en el marco referencial y normativo de los jóvenes y adolescentes; perfila su existir y cotidianidad, configura su subjetividad de modo que el orden, los valores, la autoreflexión, la secuencialidad y sistematicidad no son importantes.

La estructuración y desestructuración de las identidades colectivas es un hecho diario que desestabiliza las representaciones que los más jóvenes tienen de la realidad. Esa realidad “fragmentada” se convierte en experiencia de caos, de inestabilidad y de endeblez.

No existe solidez en la estructura material y cultural del ambiente. La realidad se ha construido sobre un patrón de permanencia cambiante, lo que le otorga al sujeto un posicionamiento poco estable y a su vez, lo convierte en un espectador pasivo frente al contexto (Guevara, H.M., 2002).

Con estas características contextuales, lo “adolescente” en sí es un concepto paradigmático, implica una concepción y visión de los modos de ser, hacer, ver, aprender, desde una postura “light”, asistemática, indeterminada, liviana, difusa, rápida, poco organizada.

Atendiendo a las características referenciales que se han analizado, se puede —sin brindar una propuesta novedosa— intentar describir al joven posmoderno “típico” desde dos perspectivas polares que suelen coexistir en el imaginario social de adolescencia (Guevara, H.M. 2002):

– Una mirada acusadora, revela a los adolescentes como sujetos que no tienen sentido crítico; no tienen espíritu de lucha basado en una postura crítica para rebatir o modificar las normas, por eso las transgreden. Son poco sistemáticos, poco comprendidos, más bien se lateralizan. Son poco exigentes consigo mismos y con el proceso educativo. Utilizan una dialéctica ambivalente que conforma sus propios códigos de comunicación. No generan, ni se adscriben a ningún cambio liberador (de allí que el hoy pregone el fin o la muerte de las utopías). Asumen la característica cambiante de la sociedad, sin proponerse un proyecto de cambio, a partir de sus protagonismos en base a una fuerte adhesión a ideas o valores. No establecen, ni asumen formas de adhesión e inclusión fuertes que generen una cohesión activa y permanente en los grupos. No idealizan sobre lo que pueden lograr, ni aspiran a crear grandes sueños.

– Si se desplaza la perspectiva hacia un enfoque positivo se puede advertir en el comportamiento de los adolescentes, la presencia de un mayor pluralismo (o un pluralismo real). Mayor tolerancia de ideas y pensamientos distintos. Poseen nuevos formatos y estilos que no los conectan, al menos no fuertemente, con el pasado y por lo tanto, probablemente no regresarán a él. Defienden formas más hedonistas respecto de las cosas y mayor gusto por el placer, lo que redunda en una menor frustración, se comportan con menos resentimiento y disminuyen sus niveles de agresividad. Su moral es módica; se adecua a una visión conciliadora del mundo. Son menos idealistas y más que realistas son pragmáticos, lo que les permite adaptarse rápidamente a distintas situaciones y ser más flexibles para resolverlas o absorberlas.

– Entre estas dos perspectivas, desde las que se ha permitido caracterizar a los adolescentes se pueden situar otros comportamientos que responden a una combinación diferente, las zonas “grises” de esta categoría dependiente de tantas otras variables.

En este marco social-cultural los adolescentes deben realizar un arduo esfuerzo constructivo para llegar a comprender la sociedad que los rodea. Si bien, van acompañados de la labor de andamiaje de los adultos, deben ser capaces de ir construyendo explicaciones a partir de elementos fragmentarios y muchas veces contradictorios.

En pocas palabras, las diferentes formas en que el adolescente atraviesa el camino que le permite insertarse en el mundo adulto, construir un proyecto y lograr su autonomía puede caracterizarse por excesos o carencias, grados de libertad con límites claros que abren el camino a la creatividad o con limites difusos que pueden llevar a la desorientación. El acento que advenga en uno u en otro sentido va a posibilitar o afectar la constitución subjetiva y la construcción de un sujeto abierto a la trascendencia.

El punto de partida es la trama familiar, posibilitadora de esos desarrollos y de la diferenciación con los padres, la familia es filtro de los ideales que provee el contexto histórico-socio-cultural y económico (Col, Palacios, Marchesi, 1999).

Pero el proceso cultural actual con su impronta posmoderna brinda un imaginario pobre, un mensaje negativo, adultos casi ausentes, tiempos de desapego afectivo, de inestabilidad de las relaciones, de perdida de lazos inmediatos.

Es allí donde el papel de la escuela se torna función social y afectiva en el entramado de las identificaciones de estos sujetos y en la configuración de subjetividad.

Diversidad versus Aceptación y tolerancia

En el marco de una cultura de paz, se entiende  la diversidad humana como un hecho de partida, una condición propia de la humanidad, no como un problema. La diversidad personal y cultural es consustancial al ser humano y contribuye a su enriquecimiento: existen diferentes formas de sentir, pensar, vivir y convivir. Esta diversidad enriquece la esencial similitud que tienen todos los seres humanos.

En el concepto de diversidad se considera tanto lo que tiene su origen en las diferencias personales, la de grupos sociales, así como la que se genera en las deficiencias físicas o psicológicas hereditarias o adquiridas, que devienen en verdaderos retos de inclusión.

La diversidad no puede definirse unilateralmente, destacando la diferencia como propia de una sola condición (sexo, capacidad, ritmo de aprendizaje, lugar de procedencia, etc.), sino como fruto de combinaciones peculiares y complejas de las condiciones internas y externas que confluyen en cada sujeto.

La identidad llega a formarse a lo largo del desarrollo desde la infancia a la edad adulta a partir de las percepciones de sí mismo y de la interacción con los demás, el papel del contexto social es crucial en la formación de la identidad (Erikson, 1985).

Aceptar y tolerar implican en el plano identitario el desarrollo de actitudes no discriminatorias ni segregadoras, estas actitudes contrastan con las perspectivas que ofrece una sociedad que no acepta partes constitutivas de sí misma. La aceptación y el respeto por las diferencias resulta un componente indiscutible para afianzarse como persona, como ser social.

Para acentuar la comprensión de los opuestos: diversidad versus aceptación, tolerancia, se tiene en cuenta la definición que brinda la Real Academia Española, la tolerancia es respeto y consideración hacia las opiniones de los demás, aunque repugnen a las nuestras. De este modo, la tolerancia invita a admitir la existencia de la diferencia.

Tolerancia es comprender, escuchar, analizar, darle entidad a argumentos que no compartimos e incluso rechazamos. La tolerancia permite aceptar criterios, ideas y opiniones considerándolas incluso erróneas, pero no rechazándolas como inaceptables.

 Aceptar y Tolerar: ¿habilidades a desarrollar o valores a incorporar en la escuela y la familia?

El acceso del niño a la institución educativa está presidido por la diversidad de su desarrollo cognitivo afectivo y social, en virtud de su propia matriz de desarrollo y de la cantidad y calidad de sus experiencias e intercambios sociales previos. El grupo de alumnos constituye un conjunto de individualidades, en función de las condiciones y oportunidades que se les han ofrecido en sus contextos de desarrollo a lo largo de su historia personal.

No hay grupos homogéneos de aprendizaje, los alumnos son diferentes en sus capacidades, motivaciones e intereses. Estos tres elementos son interdependientes e interactúan en las situaciones de aprendizaje. Lo que implica desde estas perspectivas, un complejo desafío didáctico que requiere flexibilidad, diversidad y pluralidad organizativa y metodológica. Ante ello, debemos proporcionar una propuesta educativa acorde a la diversidad de los alumnos, entendida como la oportuna diversificación de los procesos a efectos de que todos ellos alcancen los objetivos considerados necesarios para su aprendizaje desarrollante.

Uno de los objetivos centrales del proceso de socialización, consiste en que los niños aprendan a distinguir entre lo que se considera correcto o incorrecto, como también que puedan adquirir un conocimiento de las reglas morales que rigen sus espacios sociales. Este aprendizaje pareciera lograrse mediante procesos de construcción e interiorización de valores; procesos que, además dotarían al niño de mayores posibilidades de adquirir mecanismos reguladores de conducta.

Algunos estudios psicoevolutivos cognitivos han enfatizado que el desarrollo humano no es un proceso que esté garantizado por la herencia genética; al contrario, éste se produce gracias a la actividad conjunta de las personas. El desarrollo humano se perpetúa y se afianza a través del proceso social de la educación, entendida ésta en el sentido más amplio (Coll, Palacios, Marchesi, 1999).

La educación ha dejado de ser un simple campo de aplicación de conceptos y metodologías para convertirse en un hecho fundamental y consustancial al propio desarrollo humano. Grandes teóricos cognitivistas como Vygotsky, Bruner y Piaget, han reconocido el rol de la educación en la evolución cultural de los seres humanos. Desde este punto de vista, la verdadera educación consiste en aportar las condiciones necesarias para permitir a las funciones cognitivas y afectivas madurar y desarrollarse. Esta educación constructivista, que plantea que la mejor forma de garantizar los aprendizajes es ayudar al niño a desarrollar y hacer más maduros su pensamiento y sus emociones, es válida no solo para lo estrictamente cognitivo sino también para el desarrollo de los valores y de la moral (Guevara y Las Peñas, 2003).

El estudio del desarrollo moral ha sido abordado especialmente por las teorías del aprendizaje social y las teorías cognitivo-evolutivas.

Las teorías del aprendizaje social se han ocupado especialmente de la conducta moral, conciben la moralidad como una conjunción de hábitos de conducta y representaciones mentales directas de los valores y las reglas morales. Albert Bandura estima que los niños adquieren actitudes, valores y patrones de conducta social mediante procesos de enseñanza directa, entrenamiento instrumental y por la imitación activa (Delval, 1994).

Las teorías del aprendizaje social entienden la moralidad como resultado de una adaptación a las reglas morales externas y una interiorización de las mismas. La búsqueda de recompensa social y la evitación del castigo son las motivaciones típicas; la moralidad es relativa a la cultura a la que pertenece el sujeto, no tiene carácter universal en tanto deriva de la experiencia individual.

Las teorías cognitivo-evolutivas centraron su interés en el razonamiento, en el juicio moral. Piaget y Kohlberg son representantes centrales en esta línea; conciben al niño produciendo una construcción de las nociones sociales en interacción con el medio (Delval, 1994).

Estos teóricos estiman que el desarrollo moral tiene un componente básico-estructural o de juicio moral, con una fuerte motivación basada en la aceptación, la competencia, el amor propio o la realización personal, más que en el miedo al castigo. Desde esta perspectiva, el desarrollo moral es universal, todas las culturas tendrían fuentes comunes de interacción social; existe un cierto nivel estructural de razonamiento moral surgido en el sistema cognitivo del niño. Este razonamiento moral es fruto de la interacción con los otros, más que el resultado de una interiorización de reglas que existen como construcciones externas. El medio influye en el desarrollo moral por la extensión y calidad de estímulos tanto cognitivos como sociales a lo largo del desarrollo del niño; más que por experiencias específicas de disciplina, castigo y recompensas.

Por otra parte, las investigaciones de Turiel (1983) y Nucci (2003) han permitido diferenciar, empíricamente, entre tres dominios distintos del conocimiento social: el dominio de lo personal, el dominio de las convenciones, y el dominio moral. Turiel, Nucci y sus colaboradores han demostrado que aun los niños más pequeños logran diferenciar entre estos tres dominios del conocimiento social.

La distinción entre moralidad y convención, y el rol que la identidad personal juega en relación con la conducta, tienen grandes repercusiones para la educación moral.

En este sentido, los motivos para la acción moral no son resultado directo de “conocer” lo bueno o lo justo, sino que surgen de un deseo de actuar de forma tal que podamos mantener la consistencia de nuestro sentido de identidad como seres morales, para así convertirnos o seguir siendo cierto tipo de ser humano.

El concepto de identidad moral o moral self no intenta reemplazar las ideas morales con conceptos no cognitivos (como el concepto tradicional de carácter, basado en una concepción de virtudes como rasgos de personalidad), sino que, al decir de Blasi (1993), la identidad personal opera conjuntamente con la razón y la verdad para proveer motivos para la acción.

Tal como la investigación psicológica ha demostrado, pareciera ser que tanto en la escuela como en la familia debiera existir una estructura institucional democrática, con continuidad, donde la motivación personal encuentre su fundamento para continuar funcionando en el largo plazo.

La adquisición de valores implica un compromiso a largo plazo, requiere de una institución democrática en la que cada persona, tanto maestro, padres, como alumnos/hijos, tenga voz y voto y participe de un ejercicio constante de solución de conflictos y toma colectiva de decisiones.

Para desarrollar una comprensión más cabal de las convenciones, los niños necesitan de una educación que los haga razonar, que los ayude a comprender las relaciones interpersonales, y a desarrollar una mayor y mejor comprensión de los sistemas sociales y de la manera en que estos interactúan.

Propiciar un clima para la tolerancia: desafío escolar y familiar

La teoría del enfoque centrado en la persona de Carl Rogers, destaca la necesidad de los aprendizajes significativos y la relación maestro-alumno para lograr integrar la afectividad con la efectividad, la libertad con la disciplina, el respeto del proceso personal con la evaluación objetiva; en sus escritos surge la necesidad de conciliar la importancia de la vivencia afectiva con la necesidad de simbolización y sistematización del pensamiento, que permita una necesaria comprensión de nuestra existencia, enriqueciendo así nuestra vivencia de la misma (Las Peñas Vallejo, 2012).

Ese logro en el plano de la personalidad se construye en un itinerario donde padres y docentes interactúan en ese entramado de subjetividad, siendo necesario el límite que responde a un valor genuino y construye un modo pacífico de convivencia.

En palabras de Labaké (2003) para educar en la capacidad de autogobierno se debe ayudar a descubrir razones para las conductas y para la comprensión de la realidad.

Pero no todo es tener un plano razonable para la acción, la conducta en cuestión debe convertirse en querible, deseable. No es suficiente la comprensión racional. Es necesario que se descubra que eso racional es bueno y que es bueno ser bueno y hacer lo bueno. De allí a la acción y a reproducir este tipo de experiencias en una tentativa de continuidad, que brinda estabilidad y seguridad al yo.

A medida que el niño se va consolidando su estructura personal y llega al pensamiento formal, con lo cual su función cognitiva le permite discernir y ser responsable, la actitud adulta debe girar hacia su mayor participación para el descubrimiento del mejor comportamiento. Mientras mayor es su emancipación, es necesario el estilo dialogal para la búsqueda de soluciones. Ajustamos la función educadora al desarrollo del educando.

La adquisición del sentido de la propia responsabilidad, la comprensión del ejercicio de la libertad con la responsabilidad de nuestros actos, la que nos define la necesidad de mantener una relación armónica con nosotros mismos, con los demás, se nos presenta como garantía de una vida armónica. Ahora bien, ese logro en el plano de la personalidad se construye en un itinerario donde padres y docentes interactúan en ese entramado de subjetividad, siendo necesario el límite que responde a un valor genuino y construye un modo pacífico de convivencia.

Si se busca promover una convivencia positiva, es importante que el adulto padre o docente acompañe a los adolescentes a crecer en la afirmación de su sí mismo, con la confianza en sus capacidades, de comprensión de sus rasgos y valores personales que lo identifican y destacan, en la certeza de ser amados. Asumir esta opción educativa es contribuir a trazar una posibilidad positiva para vivir.

Blasi. A. (1993) The development of identity. Some implications of moral functioning. In Noam, G.G. & Wren, T. E. (Eds.). The moral self. Cambridge.

Coll, C., Palacios, J. y Marchesi, A. (Comps.) (1999). Desarrollo psicológico y educación. II. Psicología de la Educación. Madrid: Alianza.

Delval, J. (1994). El desarrollo humano. Madrid: Siglo XXI.

Erikson, E. (1985). Identidad, Juventud y Crisis. Paidós. Buenos Aires.

Guevara, H.M. (2002). Universidad y Juventud, a finales del siglo XX. Editorial: EFU. San Juan

Guevara, H. M. y Las Peñas Vallejo, T.( 2003). Desarrollo de los valores humanos, base para una Cultura de Paz. Perspectiva de la Psicología Evolutiva.” en Universidad y Cultura de Paz. CD interactivo. Ediciones FACSO. UNSJ.

Kohlberg, L. (1978). El niño como filósofo moral. En J. Delval (Comp.) Lecturas de Psicología del niño. Vol. 2. Madrid: Alianza

Labake, J. C. (2003). Valores y Límites en la Educación. Bonum. Buenos Aires.

Las Peñas Vallejo, T. (2012). Fundamentos filosóficos de la obra de Carl Ransom Rogers. Estudio crítico de su aplicación a la educación y al aprendizaje. Tesis de Doctorado en Educación. Defendida junio 2012. Universidad Católica de Cuyo. San Juan. Argentina.

Morín, E. (1999a). La cabeza bien puesta: Repensar la reforma. Reformar el         pensamiento. Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión.

________ (1999b)  Los siete saberes necesarios a la educación del futuro. París. Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. UNESCO.

Nucci, L.P. (2003).  La Dimensión Moral en la Educación. Desclee De Brouwer. España.

Turiel, I. (1989). El mundo social en la mente infantil. Madrid. Alianza.

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La formación de las habilidades sociales, tolerancia y aceptación supone un marco de conocimiento que no se limite exclusivamente a las teorías del desarrollo humano. Entonces, para el tratamiento del tema se establece una relación necesaria con la educación sistemática en sus funciones de socializadora, educativa y formativa, como también con la educación asistemática que…

La formación de las habilidades sociales, tolerancia y aceptación supone un marco de conocimiento que no se limite exclusivamente a las teorías del desarrollo humano. Entonces, para el tratamiento del tema se establece una relación necesaria con la educación sistemática en sus funciones de socializadora, educativa y formativa, como también con la educación asistemática que…

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