«Me quedé sin el paro por culpa de los videojuegos, no podía dejarlos»

La Voz de Galicia

redacción / la voz

Brais Quenlle, de 25 años, empezó a jugar a los de niño, como cualquier otro chaval. Pero no recuerda a qué edad ni en qué momento perdió la consciencia de lo que hacía. El instante en el que su vida quedó atrapada en una pantalla. Todo lo demás pasó a ser algo accesorio: la familia, los amigos, el trabajo, las aficiones… El tiempo pasó a ser relativo. Las horas convertidas en minutos, devoradas con avidez entre juego y juego. Solo rememora con claridad cuando tocó fondo. Su adicción le había hecho perder el trabajo y llevaba tres meses en el paro. Le tocaba renovarlo, pero no lo hizo. Había vuelto a pasarse la noche anterior, una vez más, atado a su silla delante del ordenador. Y no se despertó. «Me quedé sin el paro por culpa de los videojuegos, no podía parar». Tampoco tenía dinero. «Estaba avergonzado y no quería pedir ayuda a mis padres. Me pasé un mes comiendo arroz y pasta porque solo me quedaban 50 euros». Al final sucumbió y recurrió a su padre. Había pasado uno de sus momentos más duros, aunque antes hubo otros en un proceso progresivo de pérdida de control.

Su caída al infierno digital había empezado antes, cuando aún estaba en casa de sus padres. Su adicción, sin embargo, fue algo llevadero en su infancia y adolescencia. Sus padres le ponían límites. Hasta que, sin advertir siquiera cómo, ya no era él mismo. «Me di cuenta de que tenía un problema cuando dejé de lado a la familia, los amigos, la vida social. Me aislé en mi mundo y solo quería jugar, jugar y jugar». Si no podía acceder a los juegos, sobrevenía la irritación, afloraba la agresividad. Y empezaron las broncas y las discusiones con su familia. No podía parar, ni quería que nadie lo frenase, que se interpusiera en el camino entre él y la pantalla. Encontró vía libre a los 20 años cuando empezó a trabajar en un estanco y decidió emanciparse. El momento que cualquier joven hubiera deseado fue su perdición. «Ya no tenía ningún límite, ningún control. No dormía por las noches e incluso descuidaba las necesidades básicas, no comía o hacía algo rápido, porque tenía que pasar el mayor tiempo posible jugando. Incluso perdí el trabajo por mi adicción», relata.

Y así fue. Primero fueron leves faltas. Empezaba a llegar tarde a trabajar y cada vez más lo hacía con más frecuencia. «Decía que tenía un problema de insomnio», cuenta. Una mentira. Como tantas otras. Al final se pasó una semana entera sin ir al estanco. Argumentó que estaba enfermo. Pero ya no valían las disculpas. «Solo quería jugar, e incluso un fin de semana solo dormí dos horas. Fue algo que me marcó», dice Brais, que ahora tiene 25 años.

«Pierdes el razonamiento»

Ya no era él. «Pierdes el razonamiento. Actúas por impulso, para obtener un placer inmediato. Si no satisfaces tu dependencia, te pones de mal humor y, aunque yo soy una persona tranquila, te vuelves agresivo. También pierdes la confianza en ti mismo y los demás la pierden en ti, porque mientes, siempre estás mintiendo para excusarte». El enganche tampoco era a un videojuego en concreto, sino a cualquiera. Brais sentía predilección por los de estrategia, sobre todo los de guerra, y los de rol, pero, a la hora de satisfacer el voraz apetito de una adicción que lo consumía, cualquiera le valía. «Llega un momento -dice- en que ya no juegas por placer, para pasarlo bien, sino porque tienes que jugar, porque te obliga el cerebro».

Sin dinero y con el enganche a cuestas, su padre le aconsejó ir a vivir con su madre a Canarias para empezar una nueva vida y olvidarse de los videojuegos. Estaba decidido a cortar de raíz, aunque iba empezar su nueva vida con secuelas. «Cuando me fue fui -explica- parecía un esqueleto. Estaba pálido de no salir de casa y delgadísimo. Se me notaban las costillas». Tuvo que ser un mal trago, porque ahora, en fase de recuperación con sesiones de terapia psicológica, ha recuperado una cierta corpulencia entrenada en años de práctica del patinaje, cuando la pantalla aún no lo había atrapado del todo y le dejaba algún resquicio para otras aficiones.

En Canarias pasó el mono. «El mal trago, el de la abstinencia, lo pasé yo solito», dice. Empezó a trabajar, tenía el cuerpo ocupado y la tentación alejada. «Antes de irme regalé todos los videojuegos y le di el ordenador a mi tío». Sin embargo, y pese a que tenía un empleo, no le llegaba el dinero para pagar el alquiler. Así que regresó de vuelta a A Coruña. Sin trabajo y con demasiado tiempo libre. Una asociación fatídica que lo llevó a lo inevitable: la adicción solo estaba dormida. «Un día -cuenta- cogí una tableta y me puse a jugar con ella. Y volví a recaer». En un arrebato de agresividad la rompió. Tocó fondo de nuevo. Pero ahora estaba dispuesto a salir del túnel de una vez por todas. Convencido de que no podía hacerlo solo, pidió ayuda profesional. Desde hace dos meses recibe tratamiento psicológico en la asociación Agalure. A simple vista, Brais Quenlle parece ahora una persona equilibrada, capaz de controlar sus emociones y con un relato maduro, fluido y consistente. Pero él mismo admite que todavía no está curado, que aún le quedan por delante sesiones de varios meses para superar su adicción.

«No se trata solo de dejar de jugar a los videojuegos. Aún me cuesta controlar mis emociones, recuperar la confianza en mí mismo y que los demás también lo hagan. Lo ideal, si tienes un problema, es que te auxilie un profesional, alguien que te sepa entender y que te ayude a llevar una vida normal, como la de cualquier otra persona». Es su consejo para cualquier otro que sufra el mismo trastorno. Y en ello está, aunque sufre altibajos. «Cuando te vienen los bajones -advierte- tienes que aprender a levantarte otra vez. Una parte de mi aún quiere jugar, pero otra me dice: ‘¿Quieres perder todo lo que has ganado, volver a lo de antes?’ Y no, no quiero, porque de esto se puede salir. Lo principal es querer».

Mientras intenta mantener a raya sus «descontroles emocionales», Brais Quenlle confía en que su testimonio no caiga en saco roto. «Espero -apunta- que esto sirva para algo, porque me apena ver cómo la gente se pierde por culpa de los videojuegos». Él lo sabe bien.

«Me quedé sin el paro por culpa de los videojuegos, no podía dejarlos»

Brais, que lleva dos meses de terapia por su adicción, también perdió su trabajo

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MARCOS MÍGUEZ

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La Voz de Galicia redacción / la voz 21/06/2018 05:00 h Brais Quenlle, de 25 años, empezó a jugar a los de niño, como cualquier otro chaval. Pero no recuerda a qué edad ni en qué momento perdió la consciencia de lo que hacía. El instante en el que su vida quedó atrapada en una…

La Voz de Galicia redacción / la voz 21/06/2018 05:00 h Brais Quenlle, de 25 años, empezó a jugar a los de niño, como cualquier otro chaval. Pero no recuerda a qué edad ni en qué momento perdió la consciencia de lo que hacía. El instante en el que su vida quedó atrapada en una…

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