Macron: nunca hubo magia, solo marketing
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En España irrumpen los xenófobos de Vox y en Francia se desinfla el antídoto a Marine Le Pen. El sueño de un Emmanuel Macron Campeador ha durado un año y siete meses. En aquel ya lejano mayo de 2017 parecía el salvador de Francia, y Europa, el tecnócrata sin apenas experiencia política capaz de frenar el avance de la ultraderecha. En la segunda vuelta obtuvo un 66.06% de los votos ante la líder del Frente Nacional. Hoy, Macron vive su momento más bajo de popularidad.
Como en el texto de García Márquez sobre la dictadura uruguaya -“los generales que se creyeron su propio cuento“-, Macron, que cumplirá 41 años el 21 de este mes, se creyó el suyo. Se rodeo de jóvenes tecnócratas como él instalándose todos en una realidad paralela. En agosto le dimitió uno de sus ministros estrella, Nicolas Hulot, encargado de la Transición Ecológica. Lo anunció por sorpresa en un programa de radio cansado de las mentiras del presidente.
La ecología y el cambio climático eran sus banderas predilectas. No porque pertenecieran a un proyecto político, sino porque eran parte de su campaña de autopromoción personal, del márketing que se olvidó de la gente. Tanto se ha endiosado el joven Macron que la calle le llama Júpiter. Si Sarkozy se sentía emperador, igual que Mitterrand y D’Estaing, Macron parece un dios con una nula capacidad empática.
Ciudadanía maltratada
Enterrada la baza ecológica, la del presidente verde 2.0, ha quedado desnudo ante una ciudadanía que se siente maltratada por sus políticos, por la crisis y la globalización. Son los mismos motores que han llevado a Vox al Parlamento andaluz y que amenazan con complicar nuestro panorama político.
Macron bajó un impuesto de patrimonio inmobiliario a los ricos y subió los indirectos. El alza del precio del combustibles enfadó a los automovilistas; después, a los camioneros. Parecía una protesta menor, una de tantas que se incuban en las redes sociales. La protesta logró eco mediático, más por el uso de chalecos reflectantes amarillos, obligatorios en cualquier vehículo, que por el motivo de la queja.
En Francia, el cabreo está profesionalizado desde 1879, forma parte de la identidad nacional. Todos saben que sin una toma de la Bastilla no hay resultados. La protesta de los chalecos se tornó violenta, hubo tres muertos y cuantiosos daños. Macron cedió retirando el impuesto. Es lo que le demandaban los analistas políticos desde las televisiones y los medios escritos. Detrás, agazapada, espera Le Pen.
Los chalecos amarillos escribieron en las paredes: “Ganamos”, y mantuvieron la protesta. Quieren que el Gobierno vuelva a subir el impuesto a los ricos. En la política española no está bien vista la palabra “ceder”, tampoco “compromiso”. Sucede en los Balcanes; son sinónimos de debilidad cuando en la Europa más democrática y culturalmente avanzada pertenecen al ámbito de la inteligencia.
Veremos cómo maneja Macron lo ocurrido. Sus asesores de imagen le han debido decir que se muestre humano, y ha salido a la calle a hacer cosas de humanos, a saludar a otras personas. Casi ha sido peor el remedio. Le falta entrenamiento en la humildad, se nota la impostura.
La figura de Macron creció varios centímetros por encima de lo que le correspondía en competencia con Marine Le Pen. Le pasó como a Jacques Chirac, cuando venció en las urnas en 2002 a Jean-Marie Le Pen, mucho menos inteligente que su hija. Empezó a estropearse el mito del centrista perfecto el día que la prensa francesa publicó que, en sus tres primeros meses de mandato, Macron se había gastado 26.000 euros en maquillaje. Un símbolo de lo que representa.
Perdedores de la crisis
Lo que más ha preocupado al presidente es no saber quién está detrás de un movimiento sin líderes, el de los chalecos amarillos, que reúne a los perdedores de la crisis. Muchos son trabajadores que en los años de bonanza se creyeron otro cuento, el de la movilidad social. Tras años de sentirse parte del furgón de cola de la boyante clase media francesa, se han encontrado empobrecidos en un mundo más injusto y desigual. Ven amenazadas las ventajas del Estado del bienestar de la Republica, por el que los franceses pagan cuantiosos impuestos. Intuyen la jugada de los mercados, los nuevos jefes de la política global: mismos impuestos, menos protección. Y parten con ventaja: el salario mínimo bruto en Francia es de 1.498 euros, lejos de los 1.999 de Luxemburgo, y muy por encima de los 858 de España.
No son buenos tiempos para Macron, ni para la derecha tradicional que copió el discurso de la extrema derecha, ni para la izquierda enredada en eslóganes en vez de aportar ideas, y sobre todo, esperanza, la ilusión de que otro mundo sigue siendo posible. Dejar ese espacio a Marine Le Pen será la tumba de la democracia.
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